jueves, diciembre 28, 2006

Destiempo

La primera vez que le tuve miedo a volar me encontraba a diez mil pies de altura. El aparato que me transportaba contra natura había encontrado problemas, una hora después tomaba tierra con cientos de personas que tenían la cara bañada en lágrimas, lágrimas no meditadas. Fue con diecinueve años, desde entonces un nudo en el estómago toma posesión de mi cada vez que me separo más de cincuenta metros del suelo. Es bonito ver las piedras que te dan la bienvenida a la isla que te vio nacer, pero la sombra de la muerte me señala cada vez que me desplazo surcando el aire. El miedo a volar se transforma en unas ganas terribles de acabar con todo, unas ganas de que se estrelle contra el abrupto paisaje, ganas de acabar con esto. Tal vez la propia caída simplemente sea la metáfora del miedo a caer, el terror a saber lo que realmente soy. Nada. Nunca medito profundamente sobre las cosas que conciernen a mi existencia, esto me hace vivir un collage de situaciones con el único nexo del protagonista. Entonces es cuando alguien que aprecio se acerca y me confiesa que yo soy la única persona realmente feliz que conoce. Feliz por no pensar.

Volar con las alas de una falda corta, volar a ras del suelo para no temer la caída al vacío, tangente al agua de algún putrefacto canal. Pero a mí me huele a mar, porque no lo pienso, porque veo las piernas debajo de las alas y los peces saltar sobre mi figura horizontal. Peces negros del alquitrán, pero a mí me huele a mar. Si tuviese alguna meta concreta, alguna ambición, ese no sería yo. Me da miedo subir a cualquier cima, coronar cualquier objetivo, si miro hacia abajo estoy perdido. Siento la necesidad de tirarme, el estómago caliente y encogido y una vez más las ganas de acabar con esto.

Cuando te acercas volando a la isla las olas rompen más lento, el tiempo se para dando cobijo a los que encuentran en la bondad del clima la justificación para no volar. Y sobre la moqueta del avión un hombre obeso, maldito gordo que se balancea como un péndulo. Mira fijamente y vuelve opaca la imagen de un monitor que refleja un mapa absurdo. Y al no ver el mapa me centro en la ventana, tras las nubes que no tienen tacto una horda de ángeles. Prostitutas celestiales que te invitan a acabar con esto, a abrir un diminuto agujero en la ventanilla por el que deslizarme y morir congelado antes de estrellado y ahogado. Mujeres de mal vivir que, si bien me han acompañado largo rato, ahora se esfuerzan en romper la vereda, en cortarla o por lo menos incendiar los bordes del camino. Si no miro no pienso, y abrasándome me limito a vivir lejos de los bordes y de la vida.

¿Es el momento de terminar?, me pregunto, y tal vez así sea, ¿Por qué sería ahora un mal momento?, ¿Cuál es el verdadero y oculto significado de la palabra destiempo? Los días sin escribir me hacen huir de los cuentos para centrarme en mi verdadera historia, a ver si se rompen los hilos de quien dirige los suaves movimientos de ésta marioneta de noventa kilos. No hay parque ni teatro que me albergue! Pero el momento es cualquiera y mejor será que nos podamos al menos despedir, y congelado, ya fuera del aparato me elevan mujeres semidesnudas y me dictan:

- Tal vez una vocación perdida sea la cocina pero tu no vales para eso, eres torpe desde temprana edad y tan sólo tu esfuerzo y testarudez te han llevado a casi igualar a los que nacen para andar entre fogones.
- Eres el más feo entre los hombres, nada listo, y aun así despiertas una envidia que en el fondo duele. Por no pensar.

Duele el día en el que las voces se vuelven críticas y yo quiero volar. Volar para salir de ti y de cada uno de tus reflejos, de la condescendencia, de la falta de confianza. Huir de esta sensación absurda de no sentir abrigo. No quiero tampoco el abrigo, casi nunca siento frío. Si pienso un solo segundo, tal vez por llamar la atención, mi vida me produce un asco puntual, y ese asco me hará alejarme por siempre de la expectativa absurda y de las voces impasibles que no me piden nada más que vivir, rápido o lento, pero sin lugar a dudas para encontrar la muerte en uno u otro momento. Espero que a destiempo.

Y así, en medio de esta implosión, sobre la roca volcánica que me germinó, espero ahogarme en cada puta copa, bebida a deshoras, en el lugar equivocado. A destiempo y que ganas de acabar con esto.

Destiempo significa fuera de tiempo, pero también sin oportunidad.

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martes, diciembre 12, 2006

San Barandán

En la década de los cincuenta del siglo pasado, dos hermanos nacidos en Gran Canaria practicaban la noble profesión de la carpintería. En principio realizando trabajos para las casas de vecinos cercanos, para después convertirse en una de las carpinterías más populares de la isla. Silvestre Santana realizaba los trabajos junto a su hermano Agustín, pronto pasaron de fabricar puertas, mesas y todo tipo de mobiliario a manufacturar perfectas embarcaciones artesanales que hacían las delicias de los amantes del mar. No es difícil dejarse encantar por el sonido, olor y color cambiante de la gran masa líquida en aquellas islas bañadas suavemente por el Atlántico. Pronto saldrían de sus manos embarcaciones para la alta clase social de la época, que aunque escasa, poseía lo que a todos los demás faltaba.

En esa época la economía del municipio de Agaete estaba en auge por la recuperación de los, hoy casi exhaustos, cultivos de Plátano y tomate. En esta situación de bonanza económica el entonces alcalde del pueblo, Carmelo Arencibia Guerra, encargaría a los hermanos Santana una fabulosa embarcación para bordear con altivez la costa de la ínsula, mostrando así su mejorado estatus. Silvestre trabajó día y noche tirando de su hermano Agustín, que algo más epicúreo visitaba las tabernas cada vez que veía la oportunidad. Así, entre tragos de ron (rian en voz Guanche), golpes de martillo, bocadillos de pata y serrín, mimaban la forma perfecta de la chalana. De este modo, el 21 de Abril de 1953, tendrían la embarcación preparada, color roble y con una talla perfecta que rezaba “Carmelo Arencibia”.

Agustín y Silvestre zarparían ese miso día desde el Puerto de la Luz en Las Palmas hasta el lugar de la entrega. El itinerario lo conocían perfectamente, primero Tinoote, Hoya Alta, La Hondura, la peligrosa Punta del Camello, después San Andrés y, por fin, Agaete. Pero este familiar itinerario se tornaría en desgracia para la familia Santana.

Pasaron los días y no volvieron, después fueron meses que, al convertirse en años, hicieron cicatrizar la herida que se transformaría en un bonito recuerdo. Recuerdo de manos tan recias como nobles, con las durezas propias de los que esconden un milagro en la palma de las mismas. Aun hoy en día no se sabe si perecieron o acabaron en otro lugar para nunca regresar. Sólo un viejo pescador, que vive en el barranco de San Felipe, mantiene la teoría de que siguen con vida y disfrutan de una isla que pocos conocen.

Al llegar a La Punta del Camello, Silvestre notó un viraje de la embarcación que no obedecía a sus órdenes. Durante largos minutos luchó junto a su hermano por permanecer cercano a la costa, pero el esfuerzo no tendría la recompensa buscada. Así fue como se alejaron de la costa y, mar adentro, quedaron a expensas de la bondad del océano Atlántico. Pasaron dos días bajo el sol abrasador y sin alimento, ni siquiera una gaviota blanda y cruda, hasta que en el horizonte divisaron enormes acantilados con perfectas tallas faciales, tallas que representaban los rostros de hombres y mujeres de mirada pura. Al irse acercando a la isla vieron en el cielo cientos de colores, que no eran otra cosa que el reflejo de los bancos de peces en el mismo, después grandes playas a los pies de los acantilados. Fue una de esas playas, de arena gris plata, la que les daría la bienvenida a tierra firme. La isla ofrecía otros tesoros como dragos enormes que parecían dragones, arroyos cristalinos y frutos gigantes. Tan grandes que con uno sólo comían los voraces canariones. A la isla la llamaron San Barandán.

Desde entonces viven allí, ahora no con la soledad de los primeros años. Hace más de una década desde que grandes barcas, procedentes del África subsahariana, quedan varadas en las playas dando cobijo a hombres con la piel más oscura y la mente más clara. Hombres que huyen de sus casas buscando otro lugar mejor donde vivir, esta vez no es mentira. Ahora se calculan en miles los habitantes del trozo mágico de tierra que divisó por primera vez Silvestre.

Me consta que en la isla habita una comunidad que roza la perfección, sin conocer pretensiones, sustituyendo nuestra voraz forma de entender la vida por existencias reales. Obrando con bien definidos y firmes propósitos. Silvestre y Agustín olvidaron , o quisieron olvidar, el arte de hacer barcas, para nunca volver y seguir ofreciendo las playas gris plata a los iguales. Cuenta la leyenda que cuando a San Barandán se acercan los hombres de malas intenciones, la fantástica masa de tierra se sumerge para no ser contaminada por los mismos.

A Silvestre, Agustín y los demás habitantes de San Barandán.

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lunes, diciembre 04, 2006

No quitar

Se vuelve a tomar otra infusión de té con una rama de canela y unas gotas de limón, todo indica que vuelve a tener miedo a dormirse. Hace años que no duerme tantas horas como de niño, aunque cuando se ve sumido en el sueño tiene difícil despertar, el más difícil que conozco. El primer sueño que recuerda es haberse visto secuestrado por el rey del pop que, vestido de negro, vigilaba un gran pasillo en el que se alineaban las puertas de las celdas de sus secuestrados. No hubo nada referente al beso que se dieron rehén y ladrón en Estocolmo en 1973, tampoco hubo sufrimiento. Sueños como éste irían acompañados de otros sueños recurrentes. El más repetido fue el de querer asomarse a la ventana y caer de la misma al desprenderse el muro sobre el que apoyaba el vientre, siempre despertaba a mitad de caída, sudoroso y aterrado porque alguien le había dicho que si mueres en un sueño no te despiertas nunca. Parece ser que todo el mundo sabe de sueños desde que venden esos libros tan estimulantes para los curiosos. Más curiosidad produce el día que no se despertó, caía desde la ventana y, sin interrumpir el descanso, encontró el suelo. Tardó largos minutos en levantarse, por lo menos para él que creía haber sido un muerto consciente durante tal lapso de tiempo. Una vez muerto, el sueño no se repitió más.

A este sueño le sucedería el fenómeno que más tarde denominó “sueño paralizado”. En realidad no se trataba de un sueño, sino de un fenómeno que se manifestaba a la hora de querer levantarse. Una vez llegado éste punto se despertaba su consciente, pero era incapaz de abrir los ojos. Sabía perfectamente donde se encontraba, podía oler y oír, tal vez podía también saborear y tocar pero ahora no lo recuerda. Después de un tiempo se movía de golpe, como por un espasmo, y despertaba con un ritmo cardiaco ligeramente superior al normal y con gran sensación de alivio. Éste no poder despertar se fue agudizando con los años, llegándole a ocurrir hasta tres veces en una misma noche, al final si no despertaba notaba una presencia en la habitación que ocuparía su cuerpo. Existía una extraña prisa por despertar y evitar lo fatal. Cada vez era más intensa y desagradable la experiencia.

Una vez la comentó con un amigo, éste sin sorprenderse le dijo que el había tenido la misma experiencia muchas veces. Cambiaban los matices pero el hecho era el mismo. El amigo le aconsejó que cuando se sintiese paralizado se concentrase en una parte de su cuerpo, por ejemplo un dedo, una vez lo hubiera movido se despertaría. Casi nunca se acordó de concentrarse en eso, el pánico que envuelve esa situación lo impide. Hasta que una vez consiguió acordarse y mover una mano, pero no despertó!, de hecho, encendió la luz y tras sufrir el impacto de la claridad, que se hacía roja al atravesar el párpado, siguió inmóvil. Despertó minutos después de manera aleatoria, como siempre. Este fenómeno se repetiría largos años, provocándole un miedo a dormir muy intenso.

Un día que se acostó sin pensar en las terribles pesadillas que le atormentaban tuvo una experiencia increíble. Al dormirse notó un ligero mareo, seguido de un movimiento ondular para acabar en un giro frenético. Notó como una sustancia energética ligera, evanescente, translúcida y luminosa salía de su cuerpo adoptando su misma forma. Giró tomando la cabeza como charnela para después separarse de ésta y quedar pegado al techo. Una entidad psíquica había sido escupida de su seno para explorar, para encontrar las respuestas que no se había molestado en buscar. Allí en la cama la visión de su propio cuerpo, con ligeras taquicardias y una dificultad para respirar propia de los fumadores obesos. Su primer acto fue mirar la ventana para ver si estaba abierta, estaba cerrada. Entonces no podría ir muy lejos bajo la influencia de aquella extraña fuerza que le guiaba. Pronto descubrió que su nueva configuración le permitiría atravesar puertas y ventanas. Salió despedido hacia arriba, vio en camisón a la profesora del piso de arriba y en pijama a la bruja de la décima planta.

Salió disparado a otros planos, pasando ante sus ojos las soluciones a los problemas científicos más complejos, rompiendo los vínculos con el lenguaje cuando descendía por los toboganes de cómo-cuando-porquesí de aquel poeta adolescente llamado Octavio. Observó de lejos los canales, los azules con su guardián que cada vez era más grande y menos neutral, los rojos y los grises, las colas y las espirales de infelices buscando redención, los pedigüeños patológicos y las cartas no devueltas o que quedaron sin escribir. Era un pájaro de fuego que no elegía su camino, para acabar en el canal que tenía un tono naranja oscuro, el color que representa la duda.

Temía no volver a su cuerpo, ahora no quería llegar más lejos, volver a la parálisis sería estar más cerca, más lejos de la respuesta. Casi se ve truncado su camino por el miedo a vagar sin descanso, atravesando canales y túneles excavados en el lugar donde no rige nada conocido. Espasmos en el lecho y voces que retumban en los oídos.

- Ángel: Todo lo que me dijiste era mentira.

Difícil explicación tenía, tal vez actualizar los sentimientos cada minuto no basta para sanar.

- Voz: ¿Qué es amar?
- Raúl: Amar es compartir, es dar, es recibir, es no esperar nada a cambio, es…
- Voz: Estás lejos, amar no es nada de lo que dices, nada que te puedan enseñar. Amar es no quitar.

Se sintió paralizado, despertó de un sobresalto, recordaba ver su cuerpo en la cama desde el techo y nada más. Perder la respuesta en el olvido le enseñó a encontrar a un amigo.

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